dimanche 31 octobre 2010

MIGUIEL HERNADEZ POETA UN CANTO DE LOS PUEBLOS

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“La humanidad que mi canción presiente”: Miguel Hernández y la épica de la intimidad.

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En la identidad del sujeto discursivo hernandiano no hay, pues, espacio para la separación entre individuo y colectividad, por lo cual la trascendencia del amor se desenvuelve, primero, como relación de la intimidad con la naturaleza, o comunión entre ser humano y ser natural; en segundo término, como relación de la intimidad y la mujer que confluye en la comunión familiar; y en tercer término, relación de la intimidad con sus semejantes, que culmina en la comunión con la patria.

El amor que se levanta como uno de los ejes de la obra poética de Miguel Hernández es comunión y no la comunión de existencias separadas, no el encuentro de individualidades autónomas, sino de vidas orientadas a la comunión, la consagración de la vida. Quien ama es un ser integrado al ser de humanos y materias, quien ha recibido la vida y la retorna. El amor entre los seres humanos tiene como origen la relación entre ellos y la tierra. La naturaleza creadora y sustentadora se bosqueja como uno de los demiurgos de la visión poética hernandiana: de este amor a la tierra emerge el amor entre quienes la habitamos, el amor, pues, entre hombre y mujer no es un ámbito diferente al amor del hijo a la madre o del padre al hijo, ni tampoco se distancia del amor entre los hombres que cumplen la jornada de trabajo o del amor del hombre por sus instrumentos de labranza o por las bestias que lo acompañan cotidianamente en su trabajo. Amar es un acto de creación, por eso la naturaleza siempre actúa como un actor del amor, no como un trasfondo, sino como un interviniente que posee las mismas potencias que los seres humanos, potencias que incluso lo superan. La radicalización de esta certeza construye el vitalismo de Miguel Hernández. El humanismo hernandiano es naturalismo, los campesinos en la faena representan idéntica fuerza que un beso y el besar es afirmación del riachuelo o de la llovizna, el abrazo entre los enamorados se inscribe en el encuentro de las hojas con el sol, pertenece al ciclo de las estaciones, a las edades del fruto, a los tiempos de la agricultura. En este sentido el poeta está enamorado, es decir, entregándose a lo creado y creando lo nuevo, lo que nos sugiere una importante característica: el amor no es un sentimiento del amante, en la acepción moderna del término, sino un elemento integrante de toda la realidad, así el amor, entonces, es un participar en la realidad, una comunión entre la subjetividad y todo lo existente. El amor no es cosa del enamorado, sino de todos, quien ama en los poemas hernandianos nunca abandona su cualidad de trabajador y el trabajador no deja su amor fuera de la labranza, por el contrario, incluso conformándose una suerte de panteísmo del amor, en cada acción se manifiesta la comunión, como leemos en el “Cancionero y Romancero de ausencias”:

Besarse, mujer,
al sol, es besarnos
en toda la vida.
Ascienden los labios,
eléctricamente
vibrantes de rayos,
con todo el furor
de un sol entre cuatro.
Besarse a la luna,
mujer, es besarnos
en toda la muerte.(…)
(Poema 13)

Llegó tan hondo el beso
que traspasó y emocionó los muertos.

El beso trajo un brío
que arrebató la boca de los vivos.

El hondo beso grande
sintió breves los labios al ahondarse.

El beso aquel que quiso
cavar los muertos y sembrar los vivos.
(Poema 14)

La luciérnaga en celo
relumbra más.

La mujer sin el hombre
apagada va.

Apagado va el hombre
sin luz de mujer.

La luciérnaga en celo
se deja ver.
(Poema 34)

En conjunción con este amor totalizante no es el goce sexual la piedra en la que descansa la comunión entre los amantes. Esto se vuelve más notorio en los poemas donde el hablante se encuentra desesperado o en soledad, pues ni siquiera en esos momentos de angustia el sentimiento se construye como un desgarro. La sexualidad no responde a un hedonismo individualista, donde el sexo cobra existencia en sí mismo, pues el acto sexual no resulta una dominación de un ser sobre otro, sino una extensión de la fuerza creadora de la naturaleza. El goce, que vemos desenvolverse en la sensualidad de las imágenes, en barroca sinestesia y exuberante metáfora, emerge, ese goce o placer, desde la naturaleza, desde la pertenencia de la subjetividad a la tierra, por lo cual amar es ante todo crear, por lo cual siempre le veremos en la obra de Miguel Hernández, como fecundidad. En virtud de ello, la masculinidad es un estado de la paternidad, así como la feminidad es maternidad latente, en el afecto de los amantes palpita la naturaleza.

He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo.

Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos
de cierva concebida.

(…)Tus piernas implacables al parto van derecho,
y tu implacable boca de labios indomables,
y ante mi soledad de explosiones y brechas
recorres un camino de besos implacables.
(Canción del esposo soldado, Cancionero y Romancero de ausencias)

¿Para qué me has parido, mujer?:
¿para qué me has parido?

Para dar a los cuerpos de allá
este cuerpo que siento hacia aquí,

hacia ti traído.

(Poema 107, Cancionero y Romancero de ausencias)

Peron no moriremos. Fue tan cálidamente
consumada la vida como el sol, su mirada.
No es posible perdernos. Somos plena simiente.
Y la muerte ha quedado, con los dos, fecundada.
(Muerte nupcial, Poemas últimos)

La alegría es un huerto del corazón con mares
que a los hombres invaden de rugidos,
que a las mujeres muerden de collares
y a la piel de relámpagos transidos.
(Juramento de la alegría, Viento del Pueblo)

La fecundidad no es ausencia del goce sexual, pero lo que deseamos enfatizar es que ese goce nunca sale de los márgenes de la comunión, no se transforma en un vuelco de la subjetividad en su placer propio, sino que representa la consagración o sacralización de los amantes en su placer compartido, común, placer que se circunscribe al ámbito de la paternidad y maternidad, desde el cual se desarrolla la sexualidad:

(…) Aún me estremece el choque primero de los dos;
cuando hicimos pedazos la luna a dentelladas,
impulsamos las sábanas a un abril de amapolas,
nos inspiraba el mar.

Soto que atrae, umbría de vello casi en llamas,
dentellada tenaz que siento en lo más hondo,
vertiginoso abismo que me recoge, loco
de la lúcida muerte.

Túnel por el que a ciegas me aferro a tus entrañas.
Recóndito lucero tras una madreselva
hacia donde la espuma se agolpa, arrebatada
del íntimo destino.
(…) Trágame, leve hoyo donde avanzo y me entierro.
La losa que me cubra sea tu vientre leve,
la madera tu carne, la bóveda tu ombligo,
la eternidad la orilla.

En ti me precipito como en la inmensidad
de un mediodía claro de sangre submarina,
mientras el delirante hoyo se hunde en el mar,
y el clamor se hace hombre. (…)
(Orillas de tu vientre, Poema suelto)

El hijo es la potencia desarrollada del amor y el enlace entre humanidad y tierra, entre creación humana y creación natural. El hijo, cuya expresión más divulgada es “Nanas de la cebolla”, es uno de los personajes que singulariza la poesía hernandiana y lo distinguen de los poetas de su generación, así como de la generalidad de las tendencias poéticas de la primera mitad del siglo XX, en las cuales el amor es una afección de la subjetividad y que en la subjetividad congrega los elementos de su patetismo; el amor es un camino que parte y culmina en la subjetividad. Por su parte, la poesía de Hernández nos muestra un amor que tiende al fruto, por lo que la soledad, la espera, la desesperanza, entre otros estados de desarmonía entre la intimidad y el mundo, no conlleva para esta poesía una afirmación autonomista por parte del hablante. La intimidad individual antecede a la criatura común, en consecuencia, en la familia se completa la filiación entre los amantes. El conjunto poemático, “Hijo de la luz y la sombra”, no incluido en libro, es el texto más explícito de esta duplicidad entre intimidad individual e intimidad supra-individual:

(…) La noche se ha encendido como una sorda hoguera
de llamas minerales y oscuras embestidas.
Y alrededor la sombra late como si fuera
las almas de los pozos y el vino difundidas.

Ya la sombra es el nido cerrado, incandescente,
la visible ceguera puesta sobre quien ama;
ya provoca el abrazo cerrado, ciegamente,
ya recoge en sus cuevas cuanto la luz derrama.

(…)
El hijo está en la sombra que acumula luceros,
amor, tuétano, luna, claras oscuridades.
Brota de sus perezas y de sus agujeros,
y de sus solitarias y apagadas ciudades.
(…)
(Hijo de sombra)


(…)La noche desprendida de los pozos oscuros,
se sumerge en los pozos donde ha echado raíces.
Y tú te abres al parto luminoso, entre muro
que se rasgan contigo como pétreas matrices.

La gran hora del parto, la más rotunda hora:
estallan los relojes sintiendo tu alarido,
se abren todas las puertas del mundo, de la aurora,
y el sol nace en tu vientre, donde encontró su nido.

El hijo fue primero sombra y ropa cosida
por tu corazón hondo desde tus hondas manos.
Con sombras y con ropas anticipó su vida,
con sombras y con ropas de gérmenes humanos.
(…)
(Hijo de la luz)

(…)Haremos de este hijo generador sustento,
y hará de nuestra carne materia decisiva:
donde sienten su alma las manos y el aliento
las hélices circulen, la agricultura viva.

Él hará que esta vida no caiga derribada,
pedazo desprendido de nuestros dos pedazos,
que de nuestras dos bocas hará una sola espada
y dos brazos eternos de nuestros cuatro brazos.

No te quiero a ti sola: te quiero en tu ascendencia
y en cuanto de tu vientre descenderá mañana.
Porque la especie humana me han dado por herencia
la familia del hijo será la especie humana.

Con el amor a cuestas, dormidos y despiertos,
seguiremos besándonos en el hijo profundo.
Besándonos tú y yo se besan nuestro muertos,
se besan los primeros pobladores del mundo.
(Hijo de la luz y la sombra)

La identidad de esta familia no es, sin embargo, la que podemos hallar en la estilística del “poema de hogar”, la cual mayoritariamente expresa nostalgia o sentimiento de pérdida por la casa paterna y donde el hablante es el hijo desarraigado o el hermano que se partió lejos. En el caso de Miguel Hernández es el padre el sujeto del discurso poético y un padre que, paralelamente, no delimita la familia a los muros de la casa. No hay nostalgia por el campo, pues el poeta nos habla desde el campo. La casa no es la atmósfera evocada pues se encuentra inserta en la amplitud de la tierra, la casa es, desde esta perspectiva, el campo. En tanto la poesía hernandiana no se alza desde una referencialidad urbana ni tampoco hogareña, en la familia se replica la relación naturaleza-ser humano y, por tanto, la familia no conforma un núcleo aparte o distinto de los otros seres humanos. El campesino padre se confirma en la totalidad de los campesinos, “que antes de ser hombres son/ y han sido niños yunteros.”, como nos dice en “Viento del pueblo”. En la identidad del sujeto discursivo hernandiano no hay, pues, espacio para la separación entre individuo y colectividad, por lo cual la trascendencia del amor se desenvuelve, primero, como relación de la intimidad con la naturaleza, o comunión entre ser humano y ser natural; en segundo término, como relación de la intimidad y la mujer que confluye en la comunión familiar; y en tercer término, relación de la intimidad con sus semejantes, o comunión entre el campesino padre con el sujeto genérico del campesino que culmina en la comunión con la patria. Consiguientemente los aditamentos épicos de la poesía de Miguel Hernández no surgen desde fuera del trabajo, sino desde el trabajo, así como desde la tierra, comunión que ya es apreciable en sus primeros textos, pero que con el alzamiento de Franco adquieren esos rasgos que hacen de la poesía combatiente de Hernández una épica de la intimidad:

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma, ¿quién
amamantó los olivos?

Vuestra sangre, vuestra vida,
no la del explotador
que se enriqueció en la herida
generosa de sudor.
(Aceituneros, Viento del pueblo)

(…) Ante la aurora veo surgir las manos puras
de los trabajadores terrestres y marinos,
como una primavera de alegres dentaduras,
de dedos matutinos.

Endurecidamente pobladas de sudores,
retumbantes las venas desde las uñas rotas,
constelan los espacios de andamios y clamores,
relámpagos y gotas.

Conducen herrerías, azadas y telares,
muerden metales, montes, raptan hachas, encinas,
y construyen, si quieren, hasta en los mismos mares
fábricas, pueblos, minas.

Estas sonoras manos oscuras y lucientes
las reviste una piel de invencible corteza,
y son inagotables y generosas fuentes
de vida y de riqueza.
(Las manos, Viento del pueblo)

En el mar halla el agua su paraíso ansiado
y el sudor su horizonte, su fragor, su plumaje.
El sudor es un árbol desbordante y salado,
un voraz oleaje.

Llega desde la edad del mundo más remota
a ofrecer a la tierra su copa sacudida,
a sustentar la sed y la sal gota a gota,
a iluminar la vida.

Hijo del movimiento, primo del sol, hermano
de la lágrima, deja rodando por las eras,
del abril al octubre, del invierno al verano,
aúreas enredaderas.

Cuando los campesinos van por la madrugada
a favor de la esteva removiendo el reposo,
se visten una blusa silenciosa y dorada
de sudor silencioso.

(…) Entregad al trabajo, compañeros, las frentes:
que el sudor, con su espada de sabrosos cristales,
con sus lentos diluvios, os hará transparentes,
venturosos, iguales.
(El sudor, Viento del pueblo)

(…) Me enorgullece el título de animal en mi vida,
pero en el animal humano persevero.
Y busco por mi cuerpo lo más puro que anida,
bajo tanta maleza, con su valor primero.

Por hambre vuelve el hombre sobre los laberintos
donde la vida habita siniestramente sola.
Reaparece la fiera, recobra sus instintos,
sus patas erizadas, sus rencores, su cola.

Arroja sus estudios y la sabiduría,
y se quita la máscara, la piel de la cultura,
los ojos de la ciencia, la corteza tardía
de los conocimientos que descubre y procura.

(…) Ayudadme a ser hombre: no me dejéis ser fiera
hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente.
Yo, animal familiar, con esta sangre obrera
os doy la humanidad que mi canción presiente.
(El hambre, El hombre acecha)

La épica de la intimidad finalmente culmina en la patria, donde nítidamente observamos que la trascendencia de la tierra se cristaliza en la patria trascendente, entendiendo por ello la disposición a la muerte o, si se prefiere, el sacrificio personal que ya prefigura en la entrega a la mujer, al hijo y a la familia. El combatiente es el hijo de la tierra y el padre de nuevos hijos de la tierra, unidad en la cual la madre patria no consiste, sin duda, en el chovinismo o en la exaltación folclorizante, sino en la extensión política del trabajador, en la afirmación de la vida frente a la amenaza de la vida. Todos los elementos que hemos indicado se funden en el sentimiento patriótico, el cual, nuevamente, es expresado “desde” el interior de la realidad evocada, en este caso, el combate. En tal sentido, la trascendencia del “yo” en el “nosotros”, y del “nosotros” ante la muerte o amenaza, es una trascendencia que en la visión poética de Miguel Hernández es exaltación de la realidad inmanente. La madre del poeta se duplica en la madre esposa y ambas en la madre España, pero a la vez España es el hijo, el campesino, los bueyes, la tierra; no resulta extraño, entonces, que la conversión de lo abstracto no derive en una metafísica o que la expresión de lo contingente arranque desde lo trascendente, como es la unidad entre la patria y Dolores Ibárruri:


Quemando con el fuego de la cal abrasada,
hablando con la boca de los pozos mineros,
mujer, España, madre en infinito,
eres capaz de producir luceros,
eres capaz de arder de un solo grito.
Pierden maldad y sombra tigres y carceleros.

Por tu voz habla España la de las cordilleras,
la de los brazos pobres y explotados,
crecen los héroes llenos de palmeras
y mueren saludándote pilotos y soldados.

Oyéndore batir como cubierta
de meridianos, yunques y cigarras,
el varón español sale a su puerta
a sufrir recorriendo llanuras de guitarras.

Ardiendo quedarás enardecida
sobre el arco nublado del olvido,
sobre el tiempo que teme sobrepasar tu vida
y toca como un ciego, bajo un puente
de ceño envejecido,
un violín lastimado e impotente.

Tu cincelada fuerza lucirá eternamente,
fogosamente plena de destellos.
Y aquel que de la cárcel fue mordido
terminará su llanto en tus cabellos.

(Pasionaria, Vientos del pueblo)


La épica hernandiana apunta a un “más allá” que no es destrucción o rechazo del “acá”, sino su celebración. El infinito, el horizonte último de toda gran poesía, es poetizado no a partir de una metafísica, sino de la percepción enamorada, razón por la cual es indiscernible el poeta enamorado del poeta combatiente. Lo distintivo de Miguel Hernández es, pues, que su discurso se erige desde la realidad evocada en el poema, constituyéndose como una de las escasas poéticas del siglo XX donde la representación y lo representado tiene por el mismo domicilio. Por tanto, el poeta que nos habló del amor desde el amor, del trabajo desde el trabajo, del combate desde el combate, condensa en su intimidad, y en su estatura estética, el “nosotros” por el cual dio su vida, haciendo de la épica una épica vivida, una épica desde la vida:

(…)Madre: abismo de siempre, tierra de siempre: entrañas
donde desembocando se unen todas las sangres:
donde todos los huecos caídos se levantan:
madre.

Decir madre es decir tierra que me ha parido;
es decir a los muertos: hermanos, levantarse;
es sentir en la boca y escuchar bajo el suelo
sangre.

La otra madre es un puente, nada más, de tus ríos.
El otro pecho es una burbuja de tus mares.
Tú eres la madre entera con todo su infinito,
madre.

Tierra: tierra en la boca, y en el alma, y en todo.
Tierra que voy comiendo, que al fin ha de tragarme.
Con más fuerza que antes, volverás a parirme,
madre.

(…)

Familia de esta tierra que nos funde en la luz,
los más oscuros muertos pugnan por levantarse,
fundirse con nosotros y salvar la primera
madre.

España, piedra estoica que se abrió en dos pedazos
de dolor y de piedra profunda para darme:
no me separarán de tus altas entrañas,
madre.

Además de morir por ti, pido una cosa:
que la mujer y el hijo que tengo, cuando pasen,
vayan hasta el rincón que habite de tu vientre,
madre.

(Madre España, Viento del pueblo)



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